El
Pro es es una forma de narración compuesta por más de 1100
palabras incluido su titulo.
Titulo:
Por los caminos de Dios
Característica:
Pro
Nota:
El presente ejemplo no sobrepasa las 1350 palabras incluyendo su
título.
El
ómnibus que a duras penas podía subir la cuesta, por momentos
parecía que iba a detenerse; seguía de tozudo que era, ya que, con
un arranque de fuerzas, continuaba la marcha a través de la
carretera que serpenteaba entre la montaña y el valle, ese, que
quedaba muy abajo.
–Siempre
le cuesta don –escuché decir, pero sin prestar atención.
Las
cacerolas y los ruidos de los cerdos que había sobre el techo del
ómnibus tapaban la voz. La gente conversaba entre sí; poseían un
acento raro al mismo tiempo, seguía siendo español. Cada tanto,
algunas frases indígenas ocultaban el ruido del motor.
–¿Usted
no es de por aquí, verdad?
–No.
No soy de aquí –agregué sin ganas, absorto en el paisaje que me
rodeaba.
“¿Por
qué no me deja en paz?” , pensaba.
No
tenía ganas de diálogo.
–¿Turista?
–Recalcó- Raro es ver uno en el bus.. –Pero antes de que pudiera
decir algo agregó–:¡¡Ah!! Claro usted nunca vio un volcán.
Mi
cara le habría dicho todo. Por un lado, el cacareo de las gallinas
encima del techo del vehículo que era tan ensordecedor como el
sonido de las conversaciones de los pasajeros, por otro, la vista de
uno de éstos, –volcán–, emitiendo un aroma de azufre que cubría
por entero las fosas nasales.
No
me había percatado.
–Estamos
llegando Villa Miseria –A lo que agregó–: Le decimos La narizota
de Lucifer –Y lo señaló.
Al
volcán.
Lo
menos que quería era tener una conversación con una lugareña, y
ésta, en particular, me estaba dando lata.
–¿Qué?
Fue
cuando me fije por vez primera en la figura de la mujer que tenía a
mi lado. De alrededor de unos treinta años, rasgos indígenas, se
apreciaba que era una muchacha de buen porte. Su vestimenta mostraba
que provenía de una familia de un buen pasar, pero no al extremo de
llegar a ser ricos.
Hasta
ese entonces, había estado pensando en lo que había dejado atrás:
mi hogar, mi familia, mi trabajo. Todo.
–Le
decía que estamos por arribar a Villa Miseria.
Fue
cuando me percaté de lo que sentía: llegar a lo más lejos que
pudiese, al mismísimo infierno si pudiere. Debió haberse notado en
mi cara, pues se hizo un silencio. Mi interlocutora, se había
quedado sin palabras. Así el tiempo había estado transcurriendo por
esos caminos que solo Dios sabe.
–No
tiene de qué; me llamo Carlos.
–Clarisa.
–Dijo, a tiempo que me mirara y diera la mano– Así me llamo. –Y
Luego de un tiempo acotó–: Disculpe usted. No quise importunarlo.
El
bus a duras penas había logrado llegar a la cima más alta cuando se
detuvo un instante; una sacudida, y el motor retornó a la vida.
Parecía que también yo hacía lo mismo, pero hacia el mundo
terrenal. Hasta ese momento había estado inmiscuido en mis
pensamientos tormentosos.
–¿Y
usted, Clarisa? –la miré –. ¿Es de la zona?
Sacándolas
sin saber de donde pronuncié esas palabras.
–Si,
vivo en Villa Miseria –Sonrió–. Vengo de la capital; tuve que ir
a la misma por unos menesteres.
La
gente atestaba el pasillo del vehículo; el espacio era tan reducido
que hasta mi mochila tenía que estar entre mis pies. La única
pertenencia real que cargaba.
El
silencio se volvió a instalar.
Si
antes, carcomía desde la médula, ahora era pujante, escudriñante.
–¿Qué
le trae por estos parajes, Carlos?
Fue
cuando la observé con más detalle. No pensaba contestarle, era una
total extraña, en un lugar fuera de contexto, de todo lo que siempre
me había movido. Pero..
–Verá,
Clarisa, fue a causa de un amor no correspondido o como le diría...
no comprendido.
Me
extrañé a mí mismo pronunciando esas palabras en medio de un
camino serpenteante, que bien podía representar el trayecto al fin
del mundo.
“Tierra,
tragáme –pensaba–. ¿Cómo era posible que hubiera dicho eso”
Esa
muchacha, bella, de rasgos indígenas, a pesar de su ropa, propia del
lugar, tenía ese “nosequé” que mostraba su elegancia. De
piernas largas y delicadas, caderas del tamaño justo, ni muy
exageradas ni muy estrechas que marcaban bien su cintura. Se
apoltronó en su asiento y con un giro de la cabeza comenzó a
observarme inquisidoramente. Una lágrima comenzaba el largo
peregrinaje desde la cuenca de mi ojo hacia mi mejilla izquierda.
En
el trayecto se apreciaba las zonas montañosas así como una
vegetación estratificada en forma de pisos, de esa manera, se
manifestaba el contenido de mi corazón.
-Verá
Clarisa. Un día, llegando del trabajo me encontré con mi señora en
el dormitorio con mi secretaria.
“¿qué
tenía que decirle todo esto?” cruzaba por mi mente.
Estábamos
a unos dos mil trescientos metros de altitud, rodeados de peñascos,
abetos y coníferas, y hasta por momentos la vegetación desaparecía
permanentemente siendo reemplazada por nieve.
“Nieve”.
Nieve era lo que tenía en mí corazón al momento de conocer a esta
chiquilla, preguntona.
-Un
zumo de naranja, don Carlos.
–Gracias
–respondí sin pensar en lo que obsequiaba.
Ya
nada me molestaba. Sólo quería hablar, desahogarme, gritar, hacerme
oír a los cuatros vientos, lo que por mi corazón no brotaba. Había
caído bajo el embrujo de esa criatura que ni busto tenía; era la de
una mujer joven, turgentes, e incipientes.
–Estela,
mi señora, cuando la conocí vivía al lado del edificio de mi
apartamento de soltero. –Dije– .Recuerdo que me asomaba a verla
gracias a las escaleras, disimulando que estaba limpiando o pintando
la fachada que nos separaba. –A lo que acoté–: Sobre todo la
observaba cuando sospechaba que se estaba cambiando de ropa; ella no
tenía costumbre de echar las cortinas, parecía que lo hacía para
que yo la mirase, y cada vez que la miraba…
“¡¡uffff!!!,
madre mía” no recordaba si esa expresión lo pronunciara en voz
alta o baja. Era igual.
Comenzábamos
a bajar. Se veía a lo lejos "Villa Miseria"; se empezaba a
percibir los arces, y algún que otro abedul y la humedad... humedad,
que de golpe empezó a hacerse notar.
Los
cambios de climas eran notables entre una zona y otra. Clarisa me
miraba y no decía nada, sólo dejaba que me explayara. Mi estado de
ánimo también; era cambiante como el clima.
–Verá
Clarisa –dije–, cuando vi la boca de Estela, mi señora sobre el
cuello de Marcela, mi secretaria –hice una pausa como pensando y
acoté–: Comenzó a besarla suavemente hasta que sus labios se
encontraron con el lóbulo de su oreja, y a mordisquearla...
–¿Usted
que hizo?
Clarisa
ya interesada en lo que le contaba, movía unos cuencos que tenía
entre sus dedos.
–Me
despreciaba a mi mismo por no haber sido capaz de reconocer mi deseo
por ella. –mencione–. De no haber aprovechado las múltiples
ocasiones que había tenido de acercarme, de hablarle íntimamente,
de incitarla, de provocarla –Y concluí –: Fue cuando me escapé.
Observando
para afuera a través de la ventanilla del ómnibus visualizaba las
formas generalmente redondeadas, y más jóvenes de la topografía
circundante. Podía apreciar sin mostrar interés, la forma en que se
agrupaban las cordilleras, unidas en sentido longitudinal; los
macizos, agrupados en forma más circular o compacta. Cuando en una
saliente, ya de bajada, cerca de "Villa Miseria" el ómnibus
se quedó sin frenos.
-Clarisa…
–¿Si…?
Se
acurrucaba entre mis brazos y yo me cobijaba entre los de ella,
sintiendo su tibieza.
-Si
salimos de esta, ¿podré ir a visitarla?
Entre
la cacofonía procedente de entre la gente que se golpeaba una a
otra, las valijas que caían del techo, y los codazos recibidos, el
vehículo se precipitaba a través del barranco empinado.
-¡¡Hay,
diosito!!... ¡¡Hay, diosito!!.. por la Virgen María y todos los
santos…
Si,
Carlos, vivo en…
El
tiempo lo diría, la historia se escribiría de distintas formas, y
las preguntas serían de todos los matices. Parece que hubo una mano
prodigiosa que llevó al ómnibus por un sendero entre los abetos y
las ramas, a detenerse sin volcar a orillas del cauce del "Río
Seco", el único que cruza por los alrededores de Villa Miseria.
Clarisa
Fernández, ahora es mi mujer, mi amante, la madre de mis hijos. Vivo
en su lugar natal, un caserío indígena perdido en medio de la nada.